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El sendero de mi vida declina
hacia el otoño.
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La hoja que amarillea...
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y todo aquello que debería acompañar
a la vejez como honor, amor, obediencia,
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legiones de amigos...
no lo puedo pretender.
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En su lugar, maldiciones...
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ahogadas pero profundas,
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adulaciones insinceras...
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que mi pobre corazón quisiera rehusar,
mas no se atreve.
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- ¡Seyton!
- ¿Qué deseáis, majestad?
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- ¿Qué noticias hay?
- Señor, se confirman todos los informes.
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Dame mi armadura.
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Envía a mi caballería. ¡Que recorran
la región!
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¡Y que cuelguen a quien
hable de miedo!
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¡Dadme mi armadura!
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¿Cómo está tu paciente, doctor?
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No tan enferma, señor, como atormentada
por incesantes fantasías
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que le impiden descansar.
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Cura el mal.
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¿Acaso no puedes
curar a un espíritu enfermo...
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arrancar de su memoria un
dolor arraigado?
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¿Borrar el dolor grabado en su cerebro?
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y, con algún dulce antídoto de olvido
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¿extraer lo que ahoga su pecho
y le oprime el corazón?
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En eso el paciente debe ser
su propio médico