Julius Caesar
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Amo la gloria más que temo la muerte.
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Veo en ti esa virtud tan clara
como tu semblante exterior.

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Pero se trata del honor
de lo que te quería hablar.

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Ignoro qué piensas sobre esta vida.
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Pero, por mi parte,
yo preferiría morir

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antes de vivir temeroso
de un ser semejante a mí mismo.

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Nací tan libre como César,
y tú también.

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Los dos nos alimentamos igual
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y podemos soportar
el frío tan bien como él.

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Pero una vez,
en un día de tormenta

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en el que el Tíber estaba furioso,
César me preguntó:

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"Casio,
¿te atreverías a nadar conmigo

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en la turbulenta corriente?"
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Me zambullí inmediatamente,
instándole a que me siguiera.

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Lo hizo enseguida.
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Rugía el torrente
y debimos luchar contra él.

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Avanzamos, oponiéndonos
a la violencia de su curso.

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Cuando llegábamos al final,
César gritó:

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"¡Ayúdame, Casio, me ahogo!"
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Ahora ese hombre
se ha convertido en un dios.

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Casio es sólo
una miserable criatura,

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y con humildad debe inclinarse
ante él cuando se digna a saludarle.

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En España enfermó de fiebres.
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Me fijé cómo temblaba.
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Ese cierto, ese dios temblaba.
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El color había huido de sus labios.
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Y sus ojos, cuya mirada asusta
al mundo, habían perdido el brillo.

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Y esa lengua
con la que ordenó a los romanos

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escribir sus discursos
en los libros, suplicaba ahora:

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"Dame de beber, Titinio",
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igual que una muchacha enferma.
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'Dioses!
¿Cómo un hombre de temple tan débil

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puede estar en la cima del mundo
y llevarse la palma él sólo?

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Otra aclamación.
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Naturalmente.
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El se pasea
por el mundo como un coloso.


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