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Escuchémosle.
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Se dispone a hablar.
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Tiene enrojecidos
los ojos por las lágrimas.
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Ayer la palabra de César
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hubiera prevalecido
frente al universo.
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Hoy yace en tierra
y no hay nadie que le reverencie.
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¡Señores!
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Si quisiera incitar
al motín y la cólera
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a vuestras mentes y corazones,
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sería injusto con Bruto y con Casio.
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Como sabéis,
son hombres honrados.
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No quiero ser injusto con ellos.
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¡Prefiero ser injusto con el muerto,
conmigo y con vosotros,
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antes que con esos hombres honrados!
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Pero he aquí un pergamino
con el sello de César.
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Lo hallé en su casa,
es su testamento.
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Cuando el pueblo
conozca su testamento,
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que, perdonadme, no me propongo leer,
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irán a besar
las heridas abiertas de César.
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Empaparán sus pa?uelos
en su sagrada sangre.
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¡Reclamarán
un cabello suyo como reliquia
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y al morir lo transmitirán
como legado a la posteridad!
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¡Queremos oírlo!
¡Léelo, Marco Antonio!
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¡Queremos oír el testamento!
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¡Sed pacientes!
¡No debo leerlo!
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¡No es conveniente
que sepáis cuánto os amó César!
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Pues siendo hombres,
y no leños ni piedras,
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os enfureceríais al oírlo,
llenos de desesperación.
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Si supiérais
que os instituye herederos suyos,
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¿qué no habría de acontecer?
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¡Queremos oírlo!
¡Léelo!
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- ¡Es el testamento de César!
- ¡Léelo!
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¿Tendréis paciencia y calma?
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He ido demasiado lejos al decirlo.
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¡Temo agraviar a los honrados hombres
que apuñalaron a César!
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- ¡Son unos traidores!
- ¡Asesinos, cobardes!