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¡Vamos...! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera!
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¡No pensarás llevarte todo esto!
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Como quiera.
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Estos trastos no sirven
más que para malvenderlos.
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No los quiero en mi casa; que ya hay bastantes.
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¡Saturna!
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Llama a un ropavejero; y le vendes todo esto.
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Bueno..., menos la ropa que esté pasable.
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Y no le regatees, que te conozco.
Toma lo que te dé.
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Descuide, señor.
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¿Si tienes alguna predilección
especial por alguna cosa?
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Sí, este Cristo.
Mi madre murió con él en sus manos.
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Está bien. Pero lo pones en tu cuarto.
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Con el tiempo ya iré yo sacándote
de la cabeza ciertas supersticiones...
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Naturalmente, ¿si te apetece alguna otra cosa...?
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No.
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Bueno; pues creo que con esto
y el piano ya está todo.
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¿El piano? Pero si hace meses que se vendió.
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Quedan las partituras.
Quisiera llevármelas.
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- ¿Quién sabe?... Quizá algún día...
- Está bien.
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¡Ay...! Tu pobre madre fue muy buena, hija.
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Mejor no la había.
Pero cabeza con menos seso tampoco.
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Tú no disfrutaste del bienestar
y la riqueza de tu padre.
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Eras muy niña; y ya todo
empezaba a llevárselo la trampa.
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Deja estar ese cacharro; te he dicho
que no quiero llevarme porquerías.
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Usted no entiende nada de cocina, señor.
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Y esto a mí me vale.
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Y tú, prepárate que ya nos vamos.
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- ¿Ya?
- Sí.
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¿Con qué embajada dirá usted
que me salió hace un rato?
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Con que ella quería seguir viviendo aquí.
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Mira, hija...
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Ni yo puedo mantener dos casas,
ni tú puedes vivir sola.
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En su lecho de muerte
te me encomendó tu madre.