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Dios mío...
¡Misericordia divina...!
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¡Qué poco hace falta para que
uno sea feliz!
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Sentarse cómodamente
en un cálido vagón,
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beber te a la luz de una lámpara
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y conversar sobre algo bueno con los
otros viajeros, interlocutores casuales.
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E irse para siempre, del todo,
para que no siga tus pasos
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una procesión de años y actos absurdos.
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¡Oh, dios mío...!
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Ahora lo sé muy bien, basta con que
uno traicione una vez,
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mienta una vez a aquello
en lo que uno creyó y a lo que amó,
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para que ya no pueda librarse de
esa cadena de traiciones y mentiras.
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¡Dios misericordioso! ¡Sálvame y
perdóname! ¡Dame fuerzas y guíame!
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¡Hace tiempo que lo espero,
Mijail Vasílievich.
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Mijail Vasílievich... ¡Vámonos!
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Usted me resucitó. He despertado de
una pesadilla, soy feliz.