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Que Dios,
el mejor de todos los casamenteros,
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funda nuestros corazones en uno,
nuestros reinos en uno.
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Así como marido y mujer,
siendo dos, son uno en el amor,
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así haya en nuestros reinos tal maridaje
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que nunca los malos oficios, o los celos
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que a menudo turban los lechos
de las uniones benditas,
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se deslicen entre el pacto de estos reinos
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para divorciar su constituida unión.
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Que los ingleses sean recibidos
como franceses
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y los franceses como ingleses.
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Dios responda a esto.
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Amén.
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¡Amén!
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Hasta aquí, con ruda y bien inhábil pluma,
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nuestro humilde autor
ha perseguido la historia,
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confinando en pequeña estancia
a hombres poderosos,
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mutilando con sus saltos
la plena carrera de su gloria.
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Breve período,
pero a pesar de su brevedad,
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grandemente vivido
por este astro de Inglaterra.
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La Fortuna fue su espada,
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por la cual conquistó
el mejor jardín del mundo,
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y en él dejó a su hijo Señor Soberano.
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Enrique VI, en pañales coronado
Rey de Francia e Inglaterra,
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sucedió a este Rey.
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Bajo su reinado, tantos tuvieron el mando
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que perdieron Francia
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e hicieron sangrar a su Inglaterra,
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lo cual nuestra escena
os ha mostrado a menudo.
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Y por ellos,
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que vuestra benévola opinión
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se digne aprobar la presente.