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Tener en las manos los paños
higiénicos...
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cubiertos de un polvo rojo...
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como si fuesen los paños de un
asesino.
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Nadie ha oído mejor
a cada uno en casa, Pedro.
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Nadie ha amado más,
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nadie ha conocido mejor
el camino de nuestra unión,
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siempre regida
por la figura de nuestro abuelo,
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ese viejo enjuto, tallado con la
madera de los muebles de la familia.
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Era él en verdad quien nos regía,
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era el guía moldeado en yeso.
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Pero no tenía ojos nuestro abuelo.
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Nada había en las
dos cuencas profundas,
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huecas y sombrías de su rostro.
¡Nada, Pedro!
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¡Nada brillaba en él salvo la cadena
de su terrible anzuelo de oro!