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Tebas, Atenas, Esparta, habían caído,
perdiéndolas su orgullo.
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A lo largo de cien años
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los reyes persas
habían sobornado a los griegos
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con su oro para combatir
como mercenarios.
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Fue Filipo, el tuerto,
quien cambió todo eso.
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Uniendo tribus
de pastores analfabetos
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de las tierras altas y bajas,
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usó su sangre y sus agallas
para formar un ejército profesional
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que sometió
a los enrevesados griegos.
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Luego volvió su ojo
hacia Persia.
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Se decía que el Gran Rey
Darío en persona,
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desde su trono en Babilonia,
temía a Filipo.
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Y fue de esas ijadas bélicas
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que nació Alejandro,
en Pela.
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[Los sueños son tuyos]
[Para siempre.]
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[Algunos llamaban a su madre,]
[La Reina Olimpia, hechicera]
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[Y decían que Alejandro]
[Era hijo de Dioniso.]
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[Otros, de Zeus.]
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[Pero no había hombre]
[En Macedonia]
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[Que mirara a padre e hijo,]
[Lado a lado,]
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[Y no tuviera sus dudas.]
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[La fortuna favorece]
[A los audaces.]
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[Confía en quienes]
[Te den su amor.]
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[La vida acaba]
[De empezar, hijo.]
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Su piel es agua.
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Su lengua es fuego.
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Es tu amiga.
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Cógela.