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La primavera y el temprano verano resultaron ser felices para Grace.
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Martha sonaba las horas, guiándola a través del día.
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Así que podía servir de ojos para McKay, una madre para Ben,
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amiga para Vera, y cerebro para Bill...
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Y un día a Grace se le ocurrió pisar los pedales e hizo que Martha aceptara
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tocar un par de partituras, para vaciar los fuelles naturalemente
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y que no fueran dejados con presión y pudieran averiarse.
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Y ahora habían aceptado, tácitamente, que mientras fuera Grace la que pisaba los pedales,
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Martha podía tocar sin sentir culpa alguna.
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Con el padre de Tom, el viejo doctor, que imaginaba que tenía una nueva afección cada día
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y se volvía crecientemente adicto a los más simples test de coordinación de sus días de universidad,
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ella tenía que ser severa, diciéndole que no tenía nada malo.
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Y ahora, como el pueblo había acordado que cada uno debía dar de acuerdo a sus posibilidades,
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ella recibía una paga; no mucho, pero suficiente para ahorrar para la primera de las pequeñas estatuillas de porcelana
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del total de siete que habían estado, por tanto tiempo, juntando polvo en la ventana del negocio.
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Y soñaba que, en algún tiempo, ella sería capaz de adquirirlas a todas.
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Lentamente esas suaves manos se habían convertido en manos que podrían haber pertenecido a cualquiera en una pequeña comunidad rural.
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Y tres semanas más tarde, se mudó triunfante a un lugar que Tom y Ben habían restaurado secretamente,
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en particular, al viejo molino, que alguna vez había contenido la trituradora de mineral del pueblo,
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pero de la cual ahora sólo quedaba la pesada rueda.