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Sin la ayuda de Pablo, los nacionales
hubieran ocupado nuestra ciudad
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el día que empezó la revolución,
pues allí vivían muchos nacionalistas.
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Pero Pablo organizó a la gente,
y por la noche
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los sospechosos fueron sacados de sus
camas y encerrados en el ayuntamiento.
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En la oscuridad,
rodeó los barracones de la policía,
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cortó los cables del teléfono
y colocó dinamita bajo el muro.
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Por la mañana, les dijo a
los guardia civiles que se rindieran,
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pero se negaron.
Así que voló el muro.
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Pero se oyeron gritos
pidiendo que cesara el fuego
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y cuatro guardia civiles
salieron con las manos en alto.
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Pablo dijo, "Enseñadnos cómo se muere,
vosotros que tanto habéis matado."
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"¿Qué vas a hacer?",
preguntó el oficial. "Fusilarte."
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Pablo pasó por detrás de ellos.
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Aún puedo oír la pistola
y ver caer sus cabezas.
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Uno mantuvo quieta la cabeza
cuando le tocó la pistola.
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A uno le temblaba todo el cuerpo
y se le balanceaba la cabeza.
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Sólo uno se tapó lo ojos
con las manos, el último de ellos.
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Se le cayó el sombrero
y Pablo dijo: "Pilar, es muy educado.
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¡Se quita el sombrero
ante una mujer como tú!"
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Ante la plaza del ayuntamiento
se iba reuniendo una multitud.
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"¿Por qué lo hacemos así?",
le preguntamos a Pablo.
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"Para ahorrar balas", dijo,
"y para que todos participéis."
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Yo me había puesto aquel sombrero
y un hombre me dijo:
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"Pilar, eso es de mal gusto.
Se acabaron los guardias civiles."
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Los borrachos gritaban
como si fuera una corrida de toros.