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Dos o tres veces por semana, Max corría
aquel enorme óleo...
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que le había regalado alguna
cámara de comercio de Nevada...
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y veíamos una película,
en su sala de estar.
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Mucho mejor que salir,
decía ella.
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Pero la realidad era que
la asustaba el mundo exterior.
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Miedo de que le recordara
que el tiempo había pasado.
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Eran películas mudas, y Max
manejaba el proyector...
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que seguía en buen estado.
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Y nos salvaba de oir sus
conciertos en aquel horrible órgano.
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Ella se sentaba muy cerca de mí...
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haciéndome oler su perfume,
que no era mi favorito...
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por supuesto.
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A veces durante la proyección,
me cogía el brazo o la mano...
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olvidando que era su empleado.
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Convertida en una admiradora, conmovida
por aquella actriz de la pantalla.
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Supongo que no hace falta que les
diga quien era la estrella.
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Siempre eran sus películas.
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Era lo único que quería ver.
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Siguen siendo maravillosas, ¿verdad?
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Y sin diálogo.
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No necesitabamos diálogo.
Teníamos expresión.
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Ya no quedan rostros
como esos.
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Quizás uno, la Garbo.
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Esos productores idiotas.
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Esos imbéciles.
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¿Es que no tienen ojos? ¿Se han olvidado
de cómo es una estrella?
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¡Yo se lo enseñaré!
¡Volveré a la pantalla!