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Sin embargo, permíteme
plantearla de otra manera.
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Supongamos por un instante
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que este punto que acabo de dibujar...
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es un botón.
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- ¿Un botón?
- Un botón.
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De acuerdo, es un botón.
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Y vamos a suponer que,
si apretases este botón,
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tu esposa Edna, con quien llevas casado
11 gloriosos años,
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desapareciera como por arte de magia.
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- ¿Desapareciese?
- Se esfumase.
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No estuviese aquí. Dejase de existir.
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- ¡Protesto!
- Denegada.
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Exacto. Denegada.
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¿Quiere callarse de una vez?
Esto empieza a ponerse interesante.
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Gracias, Señoría.
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Déjeme añadir dos detalles.
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Su desaparición no causaría daño alguno.
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Y lo que es más importante,
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nadie, repito, nadie sabría jamás
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que fuiste tú quien apretó ese botón.
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¿Nadie lo sabría jamás?
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¿Nadie lo sabría jamás?
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- ¿Cuántos años tienes?
- 52.
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¡No! Parece que tengas 40.
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Parecería que tuvieses 40
si perdieras peso y te sentaras erguido.
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Estás en la flor de la vida.
Eres un hombre bien parecido,
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con éxito en los negocios y muy querido.
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Yo diría que has triunfado,
excepto por una sola cosa.
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Soy un pésimo abogado.
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No. Estás casado.
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Sí, pero estar casado es lo normal, ¿no?
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¿Quién lo dice?
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Edna.
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Harold, creo que te han lavado el cerebro.
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Te olvidas de un detalle muy importante.
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El matrimonio no es un hecho natural.
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Es una invención. Como la
regla del fuera de juego.
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Existe porque lo dicen las mujeres.