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Sigo asombrándome cuando un hombre
que ve las locuras de otro,
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cuando consagra sus actos al amor,
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y después de haberse reído
de dichas locuras en los demás,
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se convierte en tema
de sus propias burlas y se enamora.
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Uno de esos hombres es Claudio.
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Le conocí cuando para él no había
más música que el tambor y el pífano,
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y ahora le suenan mejor
el tamboril y la zampoña.
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Hubiera caminado diez millas
para ver una buena armadura,
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y ahora pasaría diez noches en vela
para idear un nuevo jubón.
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Solía hablar claro y sin rodeos
como un honrado caballero y soldado.
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Ahora se ha vuelto enrevesado.
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Sus palabras son ahora
un fantástico banquete
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compuesto de platos exóticos.
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¿Me transformaré yo también y veré
con esos ojos? No lo sé. No lo creo.
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No juraré que el amor
no pueda transformarme en una ostra,
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pero hasta ese momento,
no me convertirá en un necio semejante.
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Una mujer es bella, pero yo en mis trece.
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Otra es discreta, y yo en mis trece.
Otra, virtuosa y yo en mis trece.
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Hasta que una mujer no reúna
todas las gracias,
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no entrará ninguna en gracia conmigo.
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Habrá de ser rica, eso sin duda.
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Discreta, o no la querré.
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Virtuosa, o jamás haré contrato con ella.
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Hermosa, o nunca la miraré.
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Dulce, o no me acercaré.
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De buena conversación, culta en música...
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...y que sus cabellos sean...
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...del color que Dios quiera.
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¡El príncipe y monsieur Amor!
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Me esconderé.