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cubría con hojas mi cuerpo y,
tumbado a la sombra,
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dormía en la actitud inerte
de una planta enferma...
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doblegada por un brote rojo...
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¿No eran duendes
esos troncos a mi alrededor...
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velando en silencio y con paciencia
mi sueño adolescente?
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¿Qué ataúdes tan antiguos eran
ésos...
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liberando las voces protectoras
que llamaban desde la galería?
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¡André!
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¡André!
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¿De qué servían esos gritos...
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si mensajeros más veloces,
más activos...
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montaban mejor al viento,
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corrompiendo el filo de la atmósfera?
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Cuando mi sueño madurase,
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sería recogido con la fruición
religiosa de quien recoge un fruto.
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Y recordé lo que decía
nuestro padre en sus sermones:
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""los ojos son la lámpara del cuerpo.
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Y si ellos eran buenos,
el cuerpo tenía luz.
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Y si los ojos no eran limpios,
revelaban un cuerpo tenebroso"".