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Pude verla sentada
en la mecedora,
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absolutamente sola y perdida
en sus grises divagaciones,
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destejiendo desde temprano el encaje
de una vida por el amor...
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y la unión de la familia.
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Y viendo la majestuosa sencillez...
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de la peineta en su rodete,
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sentí que éste merecía...
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todo un libro de historia.
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Pero nadie en casa
cambió tanto como Ana.
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En cuanto te fuiste
se encerró a orar en la capilla,
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cuando no anda perdida
en el lado más recóndito del bosque,
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o escondida, si no, de modo extraño
por la parte de la casa vieja.
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Nadie en casa puede sacarla
de su piadoso silencio.
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Nadie en casa nos preocupa tanto.