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Y repaso nuestras fatigas,
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y repaso tanta lucha exhausta,
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y voy extrayendo de ese haz
de rutinas, uno a uno,
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los huesos sublimes de nuestro
código de conducta:
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el exceso prohibido,
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el celo una exigencia...
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y, condenado como un vicio,
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la prédica contra el desperdicio,
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señalado como
ofensa grave al trabajo.
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Y reencuentro el tibio mensaje
de ceños y entrecejos...
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y las vergüenzas más ocultas
que nos traicionan en el rubor,
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y la angustia ácida
de un regaño a tiempo...
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una disciplina a veces descarnada.
Y una escuela de niños artesanos,
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que nos impedía de comprar
lo que podía hacerse...
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con las propias manos.
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Y una ley aún más rígida,
disponiendo que era allí,
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en la hacienda,
donde debía amasarse nuestro pan.
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Nunca hubo en nuestra mesa
un pan que no fuese el casero.
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y al repartirlo concluíamos...
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tres veces al día...
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nuestro ritual de austeridad.
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Pues también en la mesa,
más que en otro sitio,
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hacíamos con los ojos bajos
nuestro aprendizaje de la justicia.