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erigiendo otro equilibrio
y poniendo fuerza,
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subiendo cada vez más arriba,
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tensando sobre todo
mis músculos clandestinos,
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redescubriendo sin tardanza
en mí todo el animal,
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cascos, mandíbulas y espuelas,
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dejando que el sebo oleoso cubriese
mi talla mientras cabalgaba,
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haciendo que mis crines
volasen como plumas,
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amasando con mis patas sagitarias
el blando vientre de este mundo,
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consumiendo un grano de trigo...
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y una tajada de cólera
embebida en vino.
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Yo, el epiléptico,
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el poseído, la presa.
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Yo, el hambriento,
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propagando en mi habla convulsa
el alma de una llama,
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un paño de verónica
y un estornudo por tanta lama,
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mezclando en el caldo de ese flujo
la sal de su nombre,
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el nombre pervertido de Ana.
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Qué temblores,
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cuántos soles,
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qué estertores.
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Y era tan necesario...
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Tan cierto y tan necesario
que Ana estuviese a mi lado,
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que me puse a pensar
que muchas veces, como niños,
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nos reiríamos ruidosamente...
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esparciendo la orina de uno...
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en el cuerpo del otro.
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Y mojándonos
como hace poco,
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volveríamos a mezclar
con la lengua laboriosa...
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la saliva de uno con la del otro.
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Y nuestros rostros se unirían...