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El señor quiere verla.
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Siéntate. Quiero hablarte.
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Tristana, yo soy perro viejo.
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Y sé que cuando una joven de tu edad, se echa
diariamente a la calle, es porque ha encontrado un hueso.
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Ignoro qué clase de hueso es ese,
pero no me lo niegues, por tu vida.
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¿Quieres que mienta entonces?
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Mal te defiendes. Y yo sigo en mis trece.
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Supongo que hasta ahora, habrán sido juegos inocentes.
Porque si fuera otra cosa...
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A mí, óyelo bien, nadie me ha puesto
la ceniza en la frente.
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Y si otra cosa no te gusta, me declaro padre
y exijo la cuenta de tus actos.
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Tu madre te confió a mí, y estoy decidido
a defenderte y a proteger tu honor.
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¡Y tú, me hablas de honor? ¿Tú?
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Eres el culpable de que lo haya perdido.
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¡Si mi madre viera lo que has hecho de mí!
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¡Quién sabe si sola en este mundo, o en otras manos
que en las mías, tu suerte habría sido peor!
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¡Hipócrita!
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Bien sabes tú que no puedo miarte como a una
de tantas a quienes he conocido.
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Déjame hacer contigo lo que no
he hecho con ninguna mujer.
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Mirarte como a un ser querido,
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como a un ser de mi propia sangre.
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¿Qué, no me crees?
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Ni una palabra. Estoy harta
de que me digas siempre lo mismo.
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Quizá he sido malo para ti, Tristana,
pero ahora se me antoja ser bueno.
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Y tú tienes que escucharme.
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No quiero hacer el tirano de comedia, ni el celoso
doméstico, cuya ridiculez conozco mejor que nadie.
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No te prohibo que salgas, pero no
me agrada verte salir. He dicho.
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Están muy ricas, señorita.
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Pruébelas.