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Señores,
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la guerra se ha terminado.
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-¿Y Bonaparte, señor?.
-Bonaparte ha abdicado.
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Ha sido recluido en Elba.
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Nos vamos a casa.
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-¡Señores, por el almirante!.
-¡Por el almirante!.
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No pienso tener a un marinero en mi casa,
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no estoy de acuerdo con la Armada.
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Concede distinciones indebidas a gente de dudosa cuna,
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y corta, horriblemente, la energía de un hombre.
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Un día, la primavera pasada,
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estuve en la ciudad con un cierto almirante Baldwin,
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la persona de aspecto más deporable que podáis imaginar.
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Su cara era de color caoba.
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Áspera y fruncida, llena de surcos y arrugas,
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con cuatro pelos en los costados y
una piza de talco sobre la calva.
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"Dios mío", dije yo,
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a Sir Basil Morley, que estaba cerca de mí,
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"¿quién es ese viejo?".
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"¿Viejo?", gritó Basil, "porque es el almirante Baldwin,
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y no tiene más de cuarenta".
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Y todos son iguales.
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Tenga un poco de piedad con esos pobres hombres, Sir Walter,
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no todos nacimos para ser apuestos.
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Así que no quiere a un hombre de mar como inquilino.
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No, de ninguna manera, Shepherd.
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Entonces, no le queda más que un camino.
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-Tiene usted que ahorrar.
-¿Ahorrar?.
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¿Ahorrar?.
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¿Cómo voy a ahorrar?.
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Un barón tiene que vivir como un barón.
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Sir Walter,
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he sido vecina suya durante muchos años
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y doy crédito por su familia antes
que nadie, eso por descontado.
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Pero sus deudas...
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son tremendas.
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Debe usted ahorrar.
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Me he tomado la libertad
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de elaborar algunos planes para
la economía de su familia.
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He hecho...
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cálculos exactos.