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Pero pudieron sus lágrimas
y salió con un traje de aldeana.
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Todos la admiraban y
aplaudían.
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Un oficial sacó un cuaderno.
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Lo abrió, cogió el lápiz,
y mirando a Sofía,
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se puso a dibujar.
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El Juez en seguida
reconoció en el dibujante
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al Conde, muy cambiado,
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con su uniforme engalanado,
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su bigote y su perilla.
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¿Cómo estáis,
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estimado Conde?
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¿Lleváis siempre encima
los utensilios para pintar?
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En efecto, era el Conde,
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hace poco un joven soldado.
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Con su fortuna formó
su propio regimiento.
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Ganó su primera batalla
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y el Emperador
le hizo coronel.
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El Juez le saludó
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y felicitó por el rango,
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pero el Conde estaba concentrado
en su dibujo.
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Telimena apareció
con el Notario,
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desplegando el brillo
de su belleza,
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vestida de pies a cabeza
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a la última moda.
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¿Eres tú o no?
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¿En mi presencia,
tomáis la mano de otro?
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¿Así recuerdas tu promesa?
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¡Oh, qué crédulo soy!
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¿Para qué llevo
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este lazo?
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¡Pobre del rival
que así me humilla!
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¡No dejaré que se case contigo!
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Todavía no me he casado
con el Notario.
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Pero si os molesta,
respondedme,
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ahora mismo y en dos palabras:
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¿Me amáis?
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¿No habéis cambiado?
¿Estáis dispuesto
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a casaros conmigo ahora?
Si es así, dejaré al Notario.
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¡Oh, mujer para mi incomprensible!
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Antes en vos había poesía,
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ahora me parecéis
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incluso prosaica.
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Será eso por lo que
la tierra persigue al sol,