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y pensé:
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""Madre tiene algo que decirme
y quizá la escuche,
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algo que decirme que tal vez
debe guardarse con cuidado"".
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Pero todo lo que pude oír
sin que dijese nada,
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fueron los chasquidos en la vajilla
antigua de su vientre.
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Oí de sus ojos un grito desgarrado
de madre en parto,
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sentí que su fruto se secaba
con mi aliento cálido.
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Pero yo no podía hacer nada,
mis ojos estaban oscuros.
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Aun así no era imposible que dijese:
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""Usted y yo comenzamos
a demoler esta casa.
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Sería éste el momento de
tirar por la ventana...
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todos los platos y moscas
de nuestra vieja alacena"".
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Pero ya te he dicho, Pedro, mis ojos
estaban más oscuros que nunca.
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Yo, el hijo desviado,
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no soñaba con caminos.
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Nunca me pasaba por la cabeza
abandonar la casa,
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ni siquiera recorrer largas distancias
para dar goce a mis sentidos.
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Yo sabía, hermano,
desde mi más tierna edad,
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cuánta decepción me esperaba
fuera de los límites de nuestra casa.